Cuando pienso en el docente ideal
inmediatamente se me viene a la cabeza
la imagen de ese hombre encorvado, con la cara arrugadilla que tuve la suerte
de tener como profesor en el instituto.
Antonio López Cartagena era un
maestro en toda regla. Dedicó su vida a la pedagogía y era un hombre
comprometido con la educación. Su máxima en la vida era que todo se lo debía a
su madre, a su mujer y los alumnos. Sobre todo a sus alumnos a quienes, en sus
propias palabras, les debía todo lo que él había aprendido. Trataba de
conocernos como personas, se interesaba por nuestros problemas y en más de una
ocasión los contenidos en clase pasaban a un segundo plano, para tratar problemas que existieran dentro
del grupo o a nivel individual. Hacía que toda la clase respetásemos y
cuidásemos de cada uno de nuestros compañeros. Creo que era un hombre
adelantado a su época, puesto que le importaba más el aprendizaje en valores
que las meras calificaciones. Se partía la cara en las juntas de evaluación por
sus alumnos, y trataba de que se vieran las mejores cualidades de cada uno, lo
que le llevó a no ser muy popular entre sus colegas, puesto que no se ceñía a
los criterios del grupo. Sin embargo los alumnos lo respetábamos, nos motivaba
que llegara su hora e incluso conseguía que muchos absentistas acudieran a
clase. Hacía las clases participativas,
generaba buen clima en clase, utilizaba la ironía y el humor como respuesta a
nuestros problemas adolescentes. Algunos ponían en duda su método de enseñanza,
pero año tras año, conseguía ratificarse, logrando que sus alumnos aprobasen
sobradamente sus asignaturas en
selectividad (objetivo fundamental para el resto del equipo docente, pero
secundaria para él).
Creo que, allá donde esté, puede
sentirse orgulloso puesto que nos enseñó
mucho más que contenidos pasajeros, nos hizo más y mejores personas.
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